Escrito 0009 – Ciao. |
Una
gélida luz centellaba frente a mi rostro, penetrando hasta la parte más oculta
y oscura de los endurecidos parpados
que cubrían mis ojos. Un estímulo despiadado, que obligó a mis pupilas a
contraerse con extrema diligencia, ayudó a levantarme de lo que parecía ser un fugaz
descanso.
En
un gesto casi automatizado llevé los nudillos a mis lagrimales, para esclarecer
un poco mi visión nebulosa. Comencé a inspeccionar el espacio que me envolvía y
fue ahí cuando mi extrañeza hizo acto de presencia. No era mi alcoba donde
había estado dormitando; no era esa recamara azul celeste, con carteles de
cantantes y bandas musicales pegadas sobre sus paredes, con una cajonera
desordenada y repleta de figuras de acción, ni siquiera estaba ese gran
ventanal frente a mí, que daba a la calle y que me permitía ver a través de su
vidriado el horizonte en su máximo esplendor… no… nada de eso se encontraba. En
cambio; me hallaba en una habitación blanca, con paredes sucias por manchas de
humedad y misteriosas salpicaduras de sangre seca, recostado en una cama muy
rígida y pequeña , con tan sólo dos sillas de plástico a punto de quebrarse
como muebles complementarios. La única comunicación que tenía hacia otro lugar
era en extremo turbia, gracias a una puerta de vidrio templado con un cristal
empañado y encima sucio. Lo poco que alcanzaba a observar, parecía ser un
estrecho pasillo, solitario y poco iluminado.
¿Pero
dónde estoy?, ¿qué hago aquí?, ¿cómo llegué hasta este lugar? Estas y muchas
más interrogantes surgieron en tan solo breves instantes, rondando alrededor de
mi cabeza. Miré con desesperación en todas direcciones, pero principalmente a
mis costados. Allí fue donde continuaron las sorpresas. De mi lado izquierdo
reposaban dos burós, ambos saturados de presentes: grandes animales de felpa,
globos inflados de gas helio con letras rezando: “Mejórate pronto” o en algunos
casos: “Te queremos”, arreglos florales donde destacaban rosas blancas y
tulipanes rojos y muchas cartas esparcidas a lo largo de ambos muebles. Para
romper en definitivo con mi calma, a mi mano derecha se observaba un respirador
artificial con recientes huellas de uso, tal vez en algún momento mi vida
dependió de él. Todo ese conjunto me indicaba que… ¡no!, ¡eso no puede ser posible!
Lamentablemente,
aunque me costara aceptarlo, así lo era: mi estadía en este lugar había sido
prolongada, ¿el motivo?, aún no lo sabía, pero para terminar en algo que
parecía ser un hospital, varias semanas e incluso meses con oxígeno conectado a
través de tu garganta, debía ser algo serio.
Mi
cuerpo iniciaba a despertarse y un dolor en mis brazos se esclarecía. Alarmado,
inicie a tocarme los antebrazos, siendo allí donde se encontraba el problema:
desde los codos hasta las muñecas se habían acentuado largas pero poco
profundas ulceras, que castigaban sin clemencia alguna la delgada piel que
cubría mi ser.
—¡Demonios!,
definitivamente he estado aquí más tiempo del que creí— murmuré entre dientes,
tratando de resistir el dolor.
Después
de escasos segundos, unos ligeros gemidos se percibían a los pies de la cama
donde reposaba. La situación me parecía un poco inquietante, aunque es común
escuchar llantos dentro de un hospital, no lo es en el interior de un cuarto
donde te encuentras aparentemente solo. Con cautela desvié mi mirada hacia la
parte baja mis piernas. El causante de aquellos ruidos bastante conmovedores
era un hombre… ¡y
ese hombre era mi padre!
Apoyaba
y hundía la cabeza en mi regazo, tratando de ahogar sus penas con la aspereza
de las sabanas que me cobijaban. ¿Había estado ahí antes? Pero por supuesto, lo
que pasa es que soy un distraído de primera y no me había percatado de su
presencia.
—Papá…
¿sucede algo?
Jamás
lo había visto tan destrozado… ni siquiera cuando su único hermano, el tío
Gerald, falleció en un accidente automovilístico junto a toda su familia, o
cuando le notificaron que a mamá le extirparían ambos senos a causa del cáncer,
por lo tanto me preocupaba verlo en ese estado.
Levantó
su rostro. No me dijo absolutamente nada. Seguía preocupándome. Las lágrimas
caían como cascadas de sus ojos…
—Dylan…
despertaste— expresó como si una espada le atravesara sin misericordia el alma.
—Dime,
¿qué pasa?
—Nada…
es algo sin importancia…— contestó sin mirarme a la cara.
—Bueno…
si lo dices… ¿Y mamá?, ¿dónde está?
—Se
fue a casa hace un par de horas, tenía que descansar un poco… no tarda en
regresar.
Un
silencio por parte de mi padre cortó de tajo la fluidez de la conversación. Una
calma abrumadora nos acordonada a ambos. Él solo se limitaba a observarme, tal
vez no daba crédito de lo que pasaba frente a él.
—¿Cuánto
tiempo ha pasado?— pregunté con espontaneidad.
Como
respuesta, mi padre volvió a romper en llanto y se arrojó hacia mí; me abrazaba
con la poca fuerza que le quedaba.
—Perdóname—
susurraba con la voz totalmente quebrada.
—¿Por
qué?
—Dylan…
por favor hazlo— suplicaba encajándome el mentón en el hombro.
—¿Por
qué debería de perdonarte si no me has ocasionado algún daño?— le cuestioné
mientras respondía a su gesto, rodeándole la espalda con ambos brazos.
—Claro
que si… no estuve contigo cuando más me necesitabas, realmente no me he
comportado como un verdadero padre— explicaba, tratando de mantener la calma.
—Lo
sé.
—Y
deberías odiarme por eso— declaró aferrándose más a mí.
—No,
no te odio, al contrario te amo— le afirmé dándole un beso en la mejilla.
Él
tenía razón, nunca estuvo cuando lo necesité, pero él es mi papá y de alguna u
otra manera tengo que quererlo, sus motivos debió de tener para alejarse de mi
de esa manera. Yo no soy nadie para juzgarlo.
Soltó
mi cuerpo, y se sentó a mi lado. Sus labios delineaban una sonrisa, una sonrisa
que era opacada por la tristeza que emanaba su mirada.
—Yo
sé que no he sido el mejor; no estuve contigo cuando debí estarlo… quizá de
algún modo yo ocasioné esto, porque sí te hubiera dado todo el cariño que
necesitabas, no lo habrías estado mendigando por las calles, buscándolo en
caminos con fatídicas salidas, pero también comprende que mi vida tampoco ha sido
fácil… he sufrido tanto en tan poco tiempo— decía mientras me acariciaba ambas
manos.
—Te
comprendo, lo hecho
hecho está, lo único que podemos hacer es no cometer los mismo errores en
nuestro futuro.
—Exacto,
y para poder empezar con el pie derecho ese “futuro” necesito de tu perdón—
propuso presionándome más las manos.
—Pero…
—Por
favor Dylan— imploraba, haciendo notar más su interés.
—Si
eso te regresara la paz, entonces te perdono papá.
—¡Gracias,
no sabes lo feliz que me haces!— expresaba mientras me volvía a abrazar de
nuevo.
—¡Cuidado
que me lastimarás!— le advertí.
Ambos
reímos. Y nuestra conversión
padre e hijo culminó ahí, con una sonrisa dibujada en el rostro de ambos. Me
cubrió con ambas manos el rostro y al mismo tiempo susurraba: “Te quiero
Dylan”.
No
pude contener la emoción, y cuando estaba a punto de dejar que la misma me
ganara, las sensaciones extrañas volvieron a aparecer. Mi padre había
desaparecido, no se encontraba por ningún rincón de la habitación. La angustia
me llamaba… ¿acaso había estado hablando con una alucinación?
De
repente, la puerta de la recamara se abrió de golpe, dejando ver una silueta
femenina detrás del impacto.
—
¡Noooo!— gritaba la mujer sobre el marco de la puerta.
Entonces,
reconocí la voz: era mi madre, desplazándose con alta velocidad a través de la
habitación, derramando lágrimas y agitando sus brazos.
—¡No
Dylan!, ¡¿Por qué tú?!— seguía vociferando la dama.
Una
enfermera corrió rápidamente al dormitorio a ver al causante de tremendo
alboroto, y una más intentaba tranquilizar a mi madre. Todas me miraban
sobresaltadas.
—Estoy
bien mamá— trataba de serenarla.
Una
mujer se acercaba con premura a medirme el pulso.
—Señorita
no es necesario, me siento bien— le sugerí.
Hizo
caso omiso de mi invitación y continuó haciendo su trabajo. Después de unos
instantes, contempló con tono lúgubre a mi madre y le dijo:
—Lo
siento señora, ya es muy tarde.
Mi
mamá se tiró al suelo, totalmente hecha pedazos. Yo no entendía nada de lo que
pasaba, todo se asemejaba a una broma muy pesada.
—¡Dylan!,
¡mi bebé!— gritaba desde el fondo de sus entrañas la fémina que me trajo al
mundo.
Miré
otra vez a los pies de la cama y allí estaba de nueva cuenta mi padre. Él
observaba con agobio a mi mamá.
—Katherine,
no te preocupes, ahora estará a salvo conmigo— garantizó a su esposa, quien se
retorcía en el suelo mugriento.
—Ven
Dylan, vayamos a recuperar el tiempo perdido —proponía mi padre, extendiendo
ambos brazos hacia donde me encontraba— Vamos, que a tu madre aún le queda
mucho por recorrer para que pueda acompañarnos.
“Ciao es una expresión italiana que puede ser interpretada
como un saludo o una despedida, dependiendo de la situación. En esta pequeña
historia, Ciao, es una despedida del mundo terrenal y una bienvenida al más
allá”.
Participante
0009 - Adrián Denbrough.
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