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jueves, 15 de diciembre de 2011

12 de Diciembre – Día de la Virgen de Guadalupe (Parte 4)


            Hola a todos, cómo se encuentran en este grandioso jueves, ya casi es fin de semana, están listos para terminar la semana con lo mejor posible…

            El día de hoy terminaré de relatarles la historia de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el cerro del Tepeyac, el día de ayer me quedé en que Juan Diego tenía que ir deprisa a buscar a un sacerdote para que confesara a su tío puesto que estaba a punto de morir y por ello, en lugar de ir por el camino por el cual siempre pasaba para ir a Tlatelolco rodio el cerro para no encontrarse con la Señora del Cielo.

            Cuarta aparición de la Virgen de Guadalupe. Pensó que por donde dio vuelta, no podía verle la que está mirando bien a todas partes. La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “Que hay hijo mío, el más pequeño ¿A dónde vas?”

            Se apenó un poco y se inclinó delante de ella y le saludó diciendo: “Niña mía, la más pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estés contenta. ¿Cómo has amanecido? ¿Estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción, sabe, Niña mía que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío, le ha dado la peste y está por morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle, porque desde que nacimos, venimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero si voy a hacerlo, volveré luego otras vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname, tenme por ahora paciencia, no te engaño, Hija mía, la más pequeña, mañana vendré a toda prisa”

            Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen: “Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige, no se turbe tu corazón, no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa, no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella, está seguro que ya sanó” Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo, se consoló mucho, quedó contento. Le rogó que cuanto antes le despachara a ver al Señor obispo a llevarle alguna señal y prueba, al fin de que le creyera.

            La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrillo, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío, el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me viste y te di órdenes hallarás que hay diferentes flores, córtalas, júntalas, recógelas, enseguida baja y tráelas a mi presencia”

Esta diversidad de rosas es la prueba...
            Al punto subió Juan Diego al cerrillo y cuando llegó a la cumbre se asombró mucho de que hubieran brotado tantas variadas, exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo, estaban muy fragantes y llenas de rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas, las juntó y las echó en su regazo. Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes rosas que fue a cortar, la que, así como las vio, las cogió con su mano  y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío, el más pequeño, esta diversidad de rosas es la prueba y señal que llevarás al obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador de confianza.       Rigurosamente te ordeno que sólo delante del obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contaras bien todo, dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrillo que fueras a cortar flores y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido”

            Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México, ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, y gozándose en la fragancia de variadas hermosas flores.

            AL llegar al palacio del obispo, salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado. Les rogó le dijeran que deseaba verle, pero ninguno de ellos quiso,  haciendo como que no lo oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que sólo los molestaba, porque les era importuno y además, ya les habían informado sus compañeros que le perdieron de vista cuando habían ido en su seguimiento. Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba en ese lugar de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él para ver lo que traía y satisfacerse.

            Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía y que por eso le habían de molestar, empujar o aporrear, descubrió un poco que eran flores, y al ver que todas eran diferentes rosas de Castilla y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas pero no tuvieron suerte, porque cuando iban a cogerlas, ya no veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labras o cosidas en la manta.

            Fueron a decirle al obispo lo que habían visto y que el indito pretendía verle, el cual aguardaba mucho queriéndole ver. Cayó al oírlo el señor obispo, en la cuenta de que aquello era la prueba para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. Enseguida mandó que entrara a verle.

Desenvolvió la manta y estaba pintada en ella
la Virgen de Guadalupe...
            Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, también su mensaje, dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba que me encargaste de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad. Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte, le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría y al puto lo cumplió, me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes yo la viera, a que fuese a cortar varias rosas de Castilla. Después me fui a cortarlas, las traje abajo, las acogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera. Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar en que se den flores, porque sólo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé, cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo miré que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de Castilla, brillantes de rocío que luego fui a cortar. Ella me dijo por qué te las había de entregar, y así lo hago para que en ellas veas la señal que pides y cumplas su voluntad, y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje. Velas aquí, recíbelas”

            Desenvolvió luego su blanca manta, pues tenía en su regazo las flores y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes rosas de Castilla, se dibujó en ella y apareció de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac que se nombra Guadalupe.

            Luego que la vio el Señor obispo, él y todos los presentes se arrodillaron, mucho la admiraron, se levantaron y entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento.

            El señor obispo, con lágrimas de tristeza, oró y pidió perdón de no haber puesto en su obra su voluntad y mandato. Cuando se puso en pie, desató el cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo. Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del obispo que aún le detuvo. Al día siguiente, le dijo “Quería mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erija su templo” Inmediatamente se convidó a todos para hacerlo.

            No bien Juan Diego señaló donde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse, quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino, el cual estaba muy grave, cuando le dejó y vino a Tlatelolco a llamar a un sacerdote que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya había sanado. Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa.

Tu tío ha sanado...
            Al llegar, vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía. Se asombró mucho de que llegara acompañando y muy honrado su sobrino, a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyac la Señora del Cielo, la diciéndole que no se afligiera, que ya su tío estaba bueno, con que mucho se consoló, le despachó a México, a er al Señor obispo para que le edificara una casa en el Tepeyac. Manifestó a su tío ser cierto que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino, sabiendo por ella que la había enviado a México a ver al obispo. También entonces le dijo la Señora que, cuando él fuera a ver al obispo, le revelara lo que vio y de qué manera milagrosa le había sanado, y que bien la nombraría así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.

            Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del Señor obispo a que viniera a informarle y atestiguara delante de él. A entrambos, a él y a su sobrino, los hospedó el obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina del Tepeyac, donde la vio Juan Diego. El señor obispo trasladó a la Iglesia Mayor a la santa imagen de la amada Señora del Cielo, la sacó del oratorio de su palacio donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen. La cuidad entera se conmovió, venía a ver y admirar su devota imagen y a hacerle oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino, porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen.

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