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martes, 13 de marzo de 2018

Escrito 0005 - Crónicas de demonios Belcebú

Escrito 0005 - Crónicas de demonios Belcebú
Javier Fernández
Era una noche tranquila, la luna resplandecía en el cielo y soplaba una brisa fresca. En la calle, algunas personas caminaban cabizbajas, algunas presurosas, después de un arduo día laboral.
Damián volvía a casa, o lo que el llamaba casa; un departamento situado en el quinto piso de un edificio viejo y poco llamativo.
Consultó su viejo reloj de pulsera, eran exactamente las diez de la noche y Damián notaba el movimiento de sus tripas, tenía hambre.
Había tenido un día pesado, trabajaba como la mano derecha del director de una importante empresa de la ciudad y aquella mañana había sido de las peores.
Su jefe, un hombre entrado en años, calvo y pasado de peso, no era una persona demasiado razonable. Le gustaba mandar, hacer las cosas a su manera, tratar con desprecio a sus empleados... En resumen, era un completo idiota.
Damián lo sabía con certeza, pero aguardaba el momento exacto para largarse, Había visto algo en él, un atisbo de astucia para los negocios, que era difícil de apreciar en primera instancia, pero que existía.

Mientras caminaba de regreso, al doblar la esquina, Damián reparó en algo un poco inusual. No era demasiado tarde y la calle estaba desolada. Trató de recordar, pero no se percató del momento en el que todo se volvió silencioso.

Sabía que algo no iba bien, o que por lo menos había algo fuera de lo común, y no se equivocaba. De hecho rara vez lo hacía. Damián era un chico normal en muchos aspectos, con cabello negro y rebelde, ojos castaños y vivos, llenos de expresión... pero en su interior había algo, algo diferente que no sabía explicar,.

Se quedó pasmado un segundo, de pie en medio de la calle, sin estar seguro de conocer la razón por la cual se había detenido. ¿Por qué siempre sabía? Se preguntó.
Era complicado sorprenderle, estaba claro. Siempre había adjudicado ese detalle a su agudeza mental, pero ahora que lo pensaba, era algo más.

Como si de antemano supiera lo que iba a suceder. No importaba si lo sabía con días de antelación o una fracción de segundo antes de que sucediera, el caso es que no se sorprendía. Siempre terminaba por descifrar cualquier eventualidad, antes de que ésta sucediera.

Levantó la mirada y observó. Todo estaba en calma, silencioso... helado.
Un escalofrío recorrió su brazo izquierdo, subió hasta el hombro y se apoderó de todo el cuerpo. La temperatura de la calle había descendido considerablemente, notó que su respiración se condensaba ante sus ojos. Ahora el silencio era casi tangible, le oprimía los oídos, no había luz.
¿¡Y la luna!? Volteó la mirada hacia el cielo, para encontrarse cara a cara con ella, pero... ¿Qué pasaba? La luna brillaba con intensidad, pero apenas reflejaba un resplandor trémulo sobre la calle.
Ya no estaba tranquilo. Sintió como se aceleraba su pulso, la vena que saltaba en su frente nunca mentía.
Tratando de dominarse, tomó una bocanada de aire gélido que le acuchilló los pulmones, y aunque doloroso, fue efectivo. La baja temperatura del aire le congeló, pero a la vez lo tranquilizó, lo hizo recordar.
¿No había estado ya en una situación similar? Se limitó a asentir para sí mismo levemente con la cabeza, rememorando las interminables noches, donde intentaba conciliar el sueño rodeado de una masa de aire frío como aquel.

Tras un instante, se calmó. Abrió lo ojos e intentó caminar. ¿En qué momento había cerrado los ojos? Algo no le gustaba. La sensación no era del todo diferente, sin embargo, había algo extraño. Había alguien.
Lo supo del mismo modo en que siempre sabía, casi por instinto.
Consiente de que podría encontrarse en peligro, cerró los puños y tensó los músculos de todo el cuerpo preparado para correr o pelear, lo que sucediera primero.
Dio un pestañeo rápido, tomó una bocanada de aire como preparándose a nadar y se giró... Nada. No había nadie a su espalda, pero la sensación de peligro no desapareció, por el contrario, se hizo aún más grande.

Un par de ojos lo veían desde lo alto de un árbol seco. De tonalidad ámbar, pequeños, brillantes e intensos. Era una lechuza.
Lo confirmó al escuchar un ulular suave y acompasado, proveniente desde una rama sea de un viejo sauce.
El ave lo miraba fijamente como invitándolo a acercarse. Damián intentó moverse pero no lo consiguió; tenía los puños fuertemente cerrados, la mandíbula apretada y respiraba con dificultad.
En definitiva algo no iba bien, había perdido todo rastro de tranquilidad. Se sentía amenazado, se mantenía alerta, concentrando toda su atención en ojos y oídos, para advertir la presencia de cualquier cosa.
Entonces escuchó.
Alguien se acercaba por su costado izquierdo, lo escuchaba claramente, intentó con todas sus fuerzas voltear, sin éxito.
Mantenía los ojos fijos en aquel par de gemas ámbar, cómo hipnotizado.

Advirtió que los pasos se acercaban, en pocos segundos tendría muy cerca a la presencia y no podría escapar. Sopesaba sus posibilidades, inmóvil como se encontraba, su cabeza no dejaba de buscar una opción, una salida.

Cesaron los pasos.

Desconcertado, Damián parpadeó y no vio más aquel par de ojos amarillos. Sintió una brisa cálida y quedó completamente perplejo. Notó que podía moverse con facilidad y que a lo lejos se escuchaba el murmullo habitual de las calles.

Despacio y con curiosidad, consultó nuevamente su reloj... las manecillas, en un ángulo agudo, indicaban las diez de la noche, en punto.

Escritor 0005 - Javier Fernández

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